—¡Señor Marqués, señor Marqués! ¡Aquí! —grita un joven apuesto a un pasajero que baja por la escalerilla del vapor, una plataforma que transmite tanta confianza como un puente suspendido sobre un río caudaloso, de aquellos construidos con lianas y con la madera carcomida.
El tal Marqués escucha su nombre de lejos y saluda con ambas manos con la suerte de que su equipaje lo carga un esclavo mulato que trabaja para la compañía naviera, eso es lo que aparenta.
Y esta es la licencia paterna de 12 de julio de 1847 con la que Ignacio Marqués pudo viajar a la Isla de Cuba con 16 años. Archivo comarcal de l’Anoia.
En este capítulo aparece la figura de Joaquín Ribera Adué, persona que trabajará codo con codo con Ignacio Marqués y que me tomo la licencia novelística de convertirlo en amigo de infancia.